Hasta siempre, José Luis Ceceña*
José Luis Ceceña siempre gustó de autodefinirse como maestro. No era una opción de identidad escogida al azar, sino una genuina vocación iniciada a los 13 años en un pueblo del noreste sinaloense, Chinobampo, que sólo figura en los mapas detallados del estado. Prosiguió esa función estudiando en la Escuela Normal para luego enseñar en un centro educativo de los bordes de la Ciudad de México al que arribaba tras un viaje de dos horas entre tranvías y autobuses. Al término de cada jornada de trabajo, regresaba al centro de la ciudad para seguir los cursos de la recientemente estrenada Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Varios años después se incorporaría a la docencia en ese plantel donde formó a centenares de estudiantes en una materia lamentablemente borrada de la faz de la currícula, junto con otras también importantes, “Moneda y banca”.
Pero Ceceña no restringía la actividad magisterial a las aulas. La función docente se extendía a la difusión de la cultura económica más allá de los recintos universitarios. El periodismo que ejerció durante más de dos décadas formó parte de esa misma concepción ampliada de lo que el maestro significa en una sociedad y, por supuesto, de lo que la misma universidad debe cumplir como tarea en la sociedad. En la revista Siempre! y ulteriormente en el periódico Excélsior publicó centenares de artículos que explicaban a un público muchas veces ajeno a los centros de enseñanza superior los avatares de la economía mexicana crecientemente sometida a los designios de Estados Unidos, vale decir, incorporada a la “órbita imperial” como se llamó uno de sus libros más leídos.
Esta fue su preocupación intelectual central, la de analizar los mecanismos mediante los cuales el capital extranjero, principalmente el estadounidense, convertía a la nación mexicana en un engranaje de su producción de ganancias, configurando la estructura productiva mexicana no según las necesidades sociales, sino siguiendo las pautas de la rentabilidad de los monopolios extranjeros. Recuerdo haberlo oído decir hacia finales de los años setenta lo aberrante que podía ser una economía como la nuestra cuya producción de chicles medida en valor superaba la producción de zapatos en un país donde miles de niños caminaban y seguramente siguen caminando descalzos.
Esa crítica del imperialismo no la escindió de aquella dirigida a los sucesivos gobiernos posrevolucionarios y a las burguesías que habían protegido y que se habían asociado con los capitales extranjeros. En ese sentido, su ideario socialista estaba profundamente anclado en otra dimensión de su pensamiento, el nacionalismo. No podía ser diferente en alguien que había vivido los años más efervescentes del reformismo cardenista y que había presenciado en la plancha del zócalo capitalino la multitudinaria manifestación de apoyo al decreto de expropiación petrolera en marzo de 1938. Tenía apenas 22 años y, siempre lo repetía, fue de los acontecimientos que marcaron su memoria, memoria que fue ingrediente de su práctica magisterial, militante, periodística, etc., hasta que en los últimos tiempos se volvieron recuerdos siempre evocados para contrastarlos con las noticias que hasta el último día de su vida leyó en los periódicos y revistas y oyó en su inseparable radio portátil. Los elogios de la globalización capitalista, los anuncios de un mundo mejor gracias a la apertura económica irrestricta, la celebración de la llegada de más capital estadounidense a México, en suma, toda la parafernalia publicitaria de la subasta del país lo sumía en una honda preocupación, a él que, como muchos jóvenes y menos jóvenes de los años treinta, había acariciado la idea de que tras la crisis de 1929 el socialismo sería una realidad irremediablemente universal. Por eso solía decir que debería haber fallecido en 1988, antes de la caída del muro de Berlín para que su sueño, su utopía de un mundo distinto y probablemente mejor no se desvaneciera tan abruptamente.
Los que nacimos y nos formamos muchas décadas después tejemos nuestros sueños con hilos de otros colores, pero indudablemente seguimos teniendo la capacidad de soñar porque hubo quien nos enseñó a hacerlo y nos insistió en que no cejáramos en ese empeño que no es otra cosa sino la capacidad de imaginar y de crear. Eso es lo que nos enseñan los maestros, nuestros maestros.
¡Hasta siempre, maestro José Luis!
*Rajchenberg S, Enrique (2012).Revista Siempre! : https://www.siempre.mx/2012/02/hasta-siempre-jose-luis-cecena/, 28 de febrero 28 de 2012.