En esta hora de México, lo necesario es...

Reorientar la política económica, para alcanzar las grandes metas nacionales de elevar los niveles de vida del pueblo, consolidar la independencia nacional y fortalecer la democracia.

Elevar los niveles de vida del pueblo significa mejorar la alimentación, el vestido, la habitación, el nivel cultural, la salud, los servicios públicos y las diversiones de sano esparcimiento.

La primera exigencia consiste en elevar los ingresos de las masas populares, por la vía no de los subsidios o dádivas sino por la vía de una mejor distribución de la riqueza y de asegurar trabajo bien remunerado para los campesinos y los obreros.

Con la riqueza y el ingreso concentrados en pequeños grupos oligárquicos es imposible mejorar los niveles de vida del pueblo.

El desarrollo con estabilidad es una meta deseable, si se sustentan sobre

bases sólidas. El desarrollo para beneficio de unos cuantos no es desarrollo firme, y la estabilidad basada en la congelación de salarios y en créditos y capital del exterior pone en peligro la continuidad del desarrollo y la independencia nacional.

La industrialización como motor del desarrollo es un imperativo, pero si los productos industriales son caros y de baja calidad la industrialización se convierte en una carga demasiado onerosa para las masas consumidoras, obstruye el desarrollo agropecuario y debilita el mercado interno.

El desarrollo debe proyectarse hacia adentro, apoyarse en los recursos nacionales y en el mercado interno; el comercio exterior debe servir de apoyo al desarrollo nacional.

Ejidos colectivos, cooperativas de producción, distribución y consumo, y una mayor intervención de Estado con una política nacionalista y popular, constituyen las bases de la nueva política económica que requiere en país.

La política económica del gobierno mexicano a partir de la Segunda Guerra Mundial se ha caracterizado, en líneas generales, como una política de “desarrollismo” económico, que eleva a la categoría de meta fundamental el logro de una alta tasa de crecimiento del “producto nacional bruto”, es decir, de la producción total de bienes y servicios. La labor del gobierno en turno en cada sexenio se ha querido medir fundamentalmente, y en ocasiones de manera exclusiva, por la magnitud en que ha logrado elevar la producción nacional, independientemente de cómo se han obtenido esos incrementos, del costo en que se ha incurrido y de quienes han sido los beneficiarios de la mayor producción. En una palabra, el “desarrollo” (más bien el crecimiento) se ha convertido en un fin en sí mismo, en una especie de mito, al que se supedita la vida toda de la nación.

No se trata simplemente de una confusión de términos lo que ha llevado a considerar como meta al crecimiento de la producción, que en realidad es sólo un medio para lograr metas  nacionales de progreso e independencia, sino, y de ahí su trascendencia, de una concepción que responde a intereses concretos de los grupos de mayor poder económico (y político), que al lograr que el gobierno se adhiera al mito del “desarrollismo” han desviado la orientación de la actividad gubernamental de los objetivos revolucionarios, hacia metas que esencialmente favorecen la concentración del poder económico en pequeños grupos privados, nacionales y extranjeros.

En efecto, una vez que se convierte al crecimiento de la producción nacional en un fin en sí mismo y se le extirpa de su contenido esencial de ser un medio para hacer realidad las aspiraciones populares de mayor bienestar e independencia, la política económica se dirige hacia aquel propósito, aunque en el curso de lograr aumentar la producción se desatiendan las necesidades de las masas populares o aún resulten lesionados los intereses de las mayorías. Esto puede comprobarse plenamente con el examen del marco conceptual dentro del cual se ha desenvuelto la política económica del gobierno en los últimos 30 años, y de los rasgos más importantes de esa política.

El inversionista, factor fundamental.-El propósito de elevar la producción nacional de manera acelerada, ha llevado a darle un lugar de primera importancia al capitalista ya que para elevar la producción es necesario invertir en la ampliación y modernización del aparato productivo del país. Ahora bien, como el capitalista no se mueve por finalidades altruistas, sino por propósitos muy concretos de obtener utilidades de su inversión, y las máximas que le sea posible, la política económica ha tenido que orientarse fundamentalmente hacia la creación de las condiciones más propicias para inducir al sector capitalista a que invierta sus recursos. Es aquí en donde reside la principal desviación de la política gubernamental de los postulados de la Revolución Mexicana y la causa fundamental del gran poder económico que ha llegado al alcanzar el sector del “gran Capital” en el país.

La política tendiente a estimular al sector privado para que invierta ha comprendido una amplia variedad de instrumentos. Entre los más importantes podemos destacar los siguientes: sistema impositivo muy benigno; exenciones fiscales considerables; protección arancelaria y sistema de controles a la importación, para limitar la competencia del exterior; política de salarios favorables a los empresarios; libertad casi total para fijar los precios, ya que el control selectivo que ha estado en vigor es inoperante; privilegios al gran capital para que controle el sistema bancario; concesiones generosas para la explotación de recursos naturales; control de las organizaciones obreras y campesinas para beneficio de los inversionistas; desatención y hasta hostilidad en la práctica contra las formas no capitalistas de organización de la producción como los ejidos colectivos y las cooperativas; estabilidad del tipo de cambio y libertad total para compra y venta de divisas; libertad casi completa para la especulación de todo tipo, especialmente de bienes raíces, lo que ha elevado desmesuradamente los precios de la vivienda y ha dado lugar a grandes fortunas; y control político para asegurar condiciones favorables a los inversionistas.

Además de todo esto, que no podía ser más favorable para el sector de los grandes inversionistas, el gobierno ha seguido una política de fortalecimiento del sector privado a través de los organismos y empresas que controla, así como mediante su política de gastos e inversiones. Tal orientación ha tenido la venta de energía y combustibles a bajo precio; el régimen de tarifas de los ferrocarriles; la concesión de contratos de obras públicas, de distribución de productos, de compras de cosechas de trigo y otros productos; de inversiones que se han dirigido especialmente hacia la infraestructura; de apoyo financiero directo para el establecimiento de empresas de alto riesgo; de compra de negocios quebrados; etc.

La política de estímulos al inversionista privado ha llegado en ocasiones al extremo de aceptar implícitamente y también de manera explícita que el desarrollo económico requiere de la concentración de la riqueza y de los ingresos a favor del sector  privado, porque de esa manera los inversionistas dispondrán de mayores recursos para aumentar sus inversiones.

Con semejante política el gobierno ha logrado, hay que reconocerlo, su propósito fundamental que es el de elevar la producción a un ritmo superior al 6% anual, en promedio, que sin duda es de los más elevados en América Latina y aún en escala mundial. Pero, esos logros han significado que se ha echado por la borda lo más importante, que es el que dicho crecimiento se traduzca en el mejoramiento de los niveles de vida del pueblo, en el fortalecimiento de la independencia económica nacional y el mejoramiento del ambiente democrático del país. Esto quiere decir que en aras de asegurar el crecimiento de la producción nacional, se han sacrificado las aspiraciones del movimiento revolucionario, en nombre del cual se ha pretendido orientar la política gubernamental.

En los últimos 30 años la riqueza y el ingreso nacional se han concentrado desmesuradamente en un pequeño grupo de grandes inversionistas y extranjeros; se ha mantenido a millones de campesinos en condiciones aflictivas por falta de trabajo seguro y bien remunerado; se ha desarrollado una industria desarticulada, ineficiente y de altos costos, en perjuicio del sector agropecuario y de los consumidores que tienen que pagar precios exorbitantes; se ha propiciado la enajenación de la economía en favor de monopolios extranjeros, especialmente en la industria, el gran comercio y en los servicios turísticos; se ha desquilibrado peligrosamente la balanza de pagos, y se ha echado mano de manera creciente de créditos exteriores que aumentan la vulnerabilidad del país ante presiones exteriores y que gravitan fuertemente sobre nuestra balanza de pagos.

Urge reorientar la política económica.

Es inaplazable que se proceda a dar una nueva orientación a la política económica del gobierno, para encauzarla por el sendero de los postulados de la Revolución Mexicana, que no son otros que acelerar el desarrollo económico como un medio para elevar los niveles de vida del pueblo, consolidar la independencia  nacional y fortalecer la democracia.

La piedra angular de la nueva política tiene que ser la de ampliar y profundizar la propiedad estatal y sus atribuciones para intervenir, en la vida económica con un sentido nacionalista y popular, como corresponde a los intereses nacionales; de fortalecer y ampliar la organización y funcionamiento de ejidos colectivos en las actividades agropecuarias; robustecer, depurar, y asegurar el buen éxito de las cooperativas de producción, de distribución y de consumo; descansar fundamentalmente en la utilización de los recursos nacionales; limitar el poder de los grupos oligárquicos, nacionales y extranjeros; asegurar la participación de los trabajadores en forma directa, en el manejo de las empresas estatales; respetar y fortalecer las organizaciones obreras y campesinas; y mantener condiciones democráticas en lo económico y en lo político.

El desarrollo económico como medio para lograr el cumplimiento de los postulados de la Revolución Mexicana no podrá lograrse sobre las bases actuales, bases que son muy similares a las que orientaron la política económica del gobierno del general Porfirio Díaz, y que por lo mismo están dando los mismos resultados de una intolerable concentración de la riqueza y del ingreso en un pequeño grupo, de enajenación de la riqueza nacional y de condiciones aflictivas de las masas populares. Contra estas condiciones precisamente se generó el movimiento revolucionario de 1910; y a más de medio siglo de distancia  todavía no han llegado a ser realidad, porque según parece, todavía nos encontramos en el punto de partida.♦

Ceceña, José Luis [1969], "En esta hora de México, lo necesario es...", México, Revista Siempre!, 855: 20-21, 12 de noviembre.