A decir verdad, el movimiento armado a pesar de haber durado alrededor de diez largos años, dejó intacto el poder económico de los terratenientes, de los monopolistas extranjeros que controlaban la minería, el petróleo y la industria, y de la burguesía mexicana asociada, que dominaban la economía (y la política) en la época porfirista. El movimiento revolucionario logró tomar el poder militar destruyendo el antiguo ejército opresor de la dictadura, y también buena parte del poder político, así como las riendas del Estado, pero la fuerza económica de la reacción siguió en pie.
Las fuerzas del poder económico lucharon por evitar el nacimiento de una Constitución que sentaba las bases para la transformación de la estructura económica y política de país, lo que amenazaba seriamente sus privilegios. Aunque lograron introducir en ella algunos preceptos como el artículo 4º por ejemplo, que no correspondía a las nuevas condiciones del México nuevo que surgía, lo esencial de nuestra Constitución de 1917 reflejó en líneas generales las aspiraciones populares de emancipación económica, de independencia nacional y de ejercicio democrático.
Pero las leyes son letra muerta si no existe la fuerza y la disposición de hacerlas cumplir. Una revolución popular no triunfa si no ha logrado destruir las ciudadelas del poder económico de los grupos privilegiados. Mientras la tierra, las finanzas, la industria, la minería, los servicios, etc., sigan siendo controlados por la oligarquía, las leyes por acertadas y bondadosas que sean no podrán cumplirse, tenderán a ser deformadas, violadas y a convertirse en letra muerta.
Al terminar la lucha armada, la Revolución tenía frente a sí la tarea inaplazable y vital de realizar transformaciones profundas en el régimen de propiedad de la riqueza nacional. Especialmente aplicar con sentido revolucionario el contenido de los artículos 27, 28 y 123 de la Constitución.
Sin embargo, factores internos y presiones exteriores ejercieron una poderosa influencia frenando, deformando y aun impidiendo la marcha ascendente de la Revolución en su etapa pacífica. Sobre todo el artículo 27 de la Constitución, que hizo revertir a la Nación la propiedad del suelo y subsuelo y le dio facultades al gobierno para imponer a la propiedad privada las modalidades que aconsejara el interés nacional, y que sentó las bases de la lucha por la independencia nacional y la destrucción de los latifundios privados, fue objeto de incontables incidentes con los monopolios de los Estados Unidos y con las clases del poder económico del país.
Las compañías petroleras establecieron una lucha a fondo contra el artículo 27, ejerciendo presiones diplomáticas y económicas como el boicot y desarrollando campañas de difamación contra la Revolución. Otros intereses extranjeros afectados también manifestaron su hostilidad en mil formas tales como las onerosas reclamaciones por daños sufridos en la Revolución y amenazas de retirarse del escenario mexicano si se llevaba adelante la aplicación de las leyes de la Revolución que eran identificadas con las doctrinas bolcheviques.
A esas presiones del exterior, se sumaban las ejercidas por las clases privilegiadas del país, que oponían también una enconada lucha por la defensa de sus intereses creados. Surgieron guardias blancas en distintas regiones del país y durante la década de los veintes la nación se vio envuelta de nuevo en luchas armadas formales cuando menos en tres ocasiones provocadas por los elementos contrarrevolucionarios de dentro y fuera del país.
Todas estas presiones, aunque no lograron sus objetivos fundamentales de retrotraer al país a la época prerrevolucionaria, no dejaron de ejercer una gran influencia en el ritmo y a veces en el rumbo de la Revolución. Los Tratados de Bucareli, que impusieron al desarrollo económico revolucionario, los incidentes del petróleo que frenaron la aplicación del artículo 27 en esa materia, y las reclamaciones del Comité de Banqueros de Nueva York, que impusieron cargas onerosas al país, son algunos casos de la influencia de los enemigos exteriores de nuestra Revolución.
En cuanto a las fuerzas contrarrevolucionarias internas, su influencia se dejó sentir en múltiples formas: el sistema bancario en poder del gobierno durante la última etapa de la Revolución fue entregado de nuevo al sector privado, y la creación del Banco Único de Emisión tuvo que esperar hasta 1925 para hacerse realidad y no como una institución exclusivamente gubernamental sino con participación del sector privado.
Y en materia agraria, necesidad urgente de la Revolución y por la que habían luchado fundamentalmente las masas campesinas, se comenzó a repartir la tierra pero con vacilaciones, lentitud y falta de un rumbo revolucionario preciso. Así, por ejemplo, desde el primer reparto efectuado en Matamoros, Tamaulipas en agosto de 1913 hasta 1929 inclusive, se repartieron algo más de siete millones de hectáreas, beneficiando a 666,000 campesinos.
Por otra parte, no fue sino hasta 1934 cuando se aprobó el Código Agrario, es decir, tuvieron que transcurrir casi dos décadas para que se pudiera disponer de una reglamentación orgánica y clara en materia agraria, del artículo 27 constitucional.
Pero existe todavía otro elemento muy importante que juega un papel considerable en la política seguida por los gobiernos de esta época y que conviene mencionar. Se trata de la transformación que se va operando en la conducta y en las concepciones de los dirigentes gubernamentales respecto a la Revolución y a las metas que debían perseguirse. Ya en Obregón se vio con claridad que se iba apartando de las concepciones revolucionarias genuinas, pues hizo muchas concesiones a los intereses creados y al morir, se había convertido en un próspero agricultor. Esto, sin olvidar sus grandes méritos revolucionarios. Pero el caso sobresaliente fue el de Calles que a pesar de haber intensificado el reparto agrario en los cuatro años de su gobierno, se convirtió después en un potentado, monopolista, y como Jefe Máximo de la Revolución ejerció la hegemonía hasta 1934, con lo que amasó una enorme fortuna.
Con el ejemplo del Jefe Máximo de la Revolución se iniciaba un proceso de absorción de los dirigentes del Estado Mexicano por la conducta y la filosofía capitalista de afán de enriquecimiento, individualismo, y de mantenimiento del poder, encubiertos en un espeso manto de demagogia revolucionaria.
Este cambio que se estaba operando en muchos de los jefes de la Revolución, los cuales contribuyeron sin duda al triunfo de las fuerzas revolucionarias en los campos de batalla, no era sino el resultado de la consolidación del capitalismo en nuestro país (a pesar de la Revolución), y del fortalecimiento del capitalismo en los Estados Unidos que al terminar la Primera Guerra Mundial se colocó en el primer lugar en el mundo, superando a los viejos países imperialistas europeos.
No habiendo destruido el poder de las clases privilegiadas de dentro y de fuera (por no haber podido y no haber tenido tiempo), la Revolución estaba siendo empujada por el rumbo capitalista. En vísperas del triunfo del general Cárdenas en 1934, la situación económica del país era muy semejante a la de principios de siglo: la tierra seguía en poder de grandes hacendados y empresas extranjeras, y la minería, el petróleo y la industria eran propiedad de monopolios internacionales. El campesino y el obrero habían logrado apenas un poco de libertad política, pero seguían siendo parias, servidores de los terratenientes y de empresarios extranjeros.♦